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Asentamientos de la pobreza

Jorge Ossona

La Capital Federal y su conurbano nunca fueron un dechado de virtudes en materia de planificación urbana. La periodista Marina Aizen en su esclarecedora obra “Contaminados” describe el curso de esa construcción colectiva.

El sistema de loteo de tierras rurales aledañas a las periferias urbanas, por caso, siempre tuvo sesgos especulativos. Las ventas y ulteriores construcciones de viviendas antecedieron al acondicionamiento infraestructural de los barrios mediante servicios públicos elementales como el agua corriente, las cloacas y la electricidad. Pero desde fines de los 70, con los primeros destellos de la nueva pobreza estructural a la vista, la urbanización cobró en los bordes y manchones vacíos un curso enloquecido.

El régimen militar instaurado en 1976 intentó modificar al mismo tiempo el problema ambiental y habitacional de acuerdo a las formulas radicalizadas propias de su época. El primero, mediante la sustitución definitiva del histórico sistema de incineración de residuos por su enterramiento en “rellenos sanitarios” a cargo del CEAMSE; y el segundo, prohibiendo los remates de tierras sin los servicios públicos básicos. Pero el simultáneo estallido de la pobreza determinó un efecto “olla a presión” que cuando estalló, invirtió sus resultados.

El hacinamiento en los barrios populares del GBA a raíz del desalojo de varias villas de la Capital determinó que las restricciones saltaran por los aires aún antes del fin de la dictadura. Aunque no mediante el retorno de los loteos regulares sino de ocupaciones territoriales masivas de tierras vacías, indistintamente públicas o privadas. Curioso resultado: por extremar las condiciones para evitar el descontrol se terminó generando un descontrol que ya lleva más de tres décadas. Porque, además, las ocupaciones se hicieron indiscriminadamente sobre tierras habitables o no; ya fuere por ser bajas e inundables o por radicarse sobre terrenos contaminados de basurales depositarios de peligrosos residuos industriales.

Los nuevos asentamientos, al no estar reconocidos por los poderes públicos, no sólo carecieron de la infraestructura indispensable sino también de adecuados servicios de recolección de residuos. Proliferaron, así, nuevos basurales a cielo abierto en donde los deshechos terminaban incinerándose a contramano de las políticas de la CEAMSE.

La fractura social y la crisis del Estado se expresaron de manera cruda también en ese orden poco atendido. Como en los antiguos barrios procedentes de loteos, los nuevos asentamientos sustituyeron el agua potable por aquella extraída de las napas mediante bombas. Pero, en muchos casos, éstas ya estaban contaminadas con los minerales pesados vertidos por las empresas y por los lixiviados de materia orgánica de los particulares.

El agua de deshecho, por su parte, se arrojó a las zanjas por la inexistencia de cloacas generando una situación sanitaria tan dramática como subrepticia porque las enfermedades y sus muertes consiguientes se atribuían, en principio, al azar de la vida. Cuando las obras de urbanización como el pavimento llegaron solieron hacerse sólo los pluviales pero no las cloacas por la sencilla razón que el asfalto “se ve” mientras que las cloacas no; y, por lo tanto, son poco explotables electoralmente. Los desagües con destino a los grandes arroyos terminaron, así, inexorablemente contaminados Pero la estructuración de la pobreza le dio a los basurales a cielo abierto nuevos significados. Desde los 80 en más, terminaron configurando una de las tantas estrategias de supervivencia de muchos de sus habitantes: allí se obtenían restos de comida arrojados por los particulares y restaurantes, y alimentos vencidos de los supermercados que abastecían a familias enteras. También, productos reciclables desde cartón y papeles hasta envases de plástico. El cobre extraído de los cables y acero de las cubiertas de neumáticos requiere quemar la goma agravando la contaminación ambiental. Las bandas delictivas, por su parte, los utilizaron para arrojar carrocerías de autos robadas prendidas fuego para borrar las huellas dactilares de los delincuentes.

El uso de los basurales por los pobres fue, sin embargo, menos importante que el de los ricos; aún más interesados que estos que los primeros en preservar este statu quo ilegal. Las autoridades municipales no tardaron en advertir allí otra fuente de recursos para la recaudación de sus cajas negras. De hecho, distribuyeron franquicias entre distintos empresarios depredadores que volvieron a arrojar residuos químicos y farmacológicos para evitar hacer inversiones de procesamiento y reciclado respetuosas del hábitat. A ellos se sumaron los volqueteros y, en ciertas regiones, los talleres textiles clandestinos. Incluso, muchos gobiernos municipales indujeron a sus recolectores oficiales periódicamente a arrojar ellos también allí para ahorrarse la cuota del dinero por tonelada que debían abonar a la CEAMSE.

Desesperación, venalidad y dos Estados: uno visible, aparentemente legal; y otro implícito, contrario al interés general.

publicado en Clarín, 22/11/2016

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