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Diferencias entre Venezuela y Cuba que complican a Nicolás Maduro

Marcos Novaro

De manera lenta pero de forma inevitable, bajo la batuta de Nicolás Maduro, Venezuela ha venido avanzando hacia un régimen castrista. No simplemente un orden autoritario sino un totalitarismo con todas las letras: un solo partido político, indistinguible del Estado; cero libertad de expresión y anulación de los demás derechos civiles y políticos; y control estatal y centralizado de todos los medios de subsistencia (el llamado “Carnet de la Patria”, único medio para no morirse de hambre, lo garantiza).

Pero como a diferencia de Cuba o de la URSS, sus gobernantes no son hijos de una revolución con todas las letras, sino de elecciones más o menos competitivas, como eran las elecciones antes de que el régimen empezara a tener problemas de popularidad, ahora él no puede prescindir por completo de ese mecanismo. Es decir, no puede desembarazarse del todo del orden liberal democrático que le permitió formarse y prosperar como su progenie revoltosa y desleal.

Puede mentir, trampear y torcer las reglas, no ignorarlas del todo ni cambiarlas por otras. Al menos no por ahora. Se mete así en situaciones de lo más incómodas. No porque le gusten ni porque no sepa qué hacer. Lo sabe muy bien: su sobrevivencia depende de mantener viva la simulación y pone mucho esmero en lograrlo.

Tuvo que convencer a algún opositor real o inventado que participe de las elecciones. Es decir, inventar candidatos o hacerle creer a alguno de los que pululan por ahí, en lo posible los más desconocidos y con menos apoyo, que algún beneficio u oportunidad van a tener si se presentan a la compulsa.

Con lo cual, se da la paradoja de que según reza su credo el pueblo “es uno solo”, es de Chávez, el PSUV y Maduro, y todos los no chavistas son malos venezolanos, traidores o idiotas útiles del imperialismo. Pero esos principios sólo se legitiman ante la presencia de una disidencia a la que no se le debe permitir nunca ganar, pero tampoco debe desaparecer del todo: su existencia es imprescindible para que el régimen pueda decir que “el pueblo ha hablado” y mantiene a cada quien en su lugar: a ellos gobernando y a la oposición en la total impotencia.

Claro que para que eso funcione tuvo además que proscribir o expulsar del país a los candidatos realmente desafiantes. Como hizo, con todo desparpajo, para las presidenciales celebradas el último domingo, declarando fuera de la ley a los principales partidos y los líderes de la Mesa de Unidad Democrática. Esto exigió de él una gran inventiva argumentativa y una total inconsecuencia: recurrió al absurdo de decir que esos partidos y dirigentes eran golpistas violentos, cuando era obvio que, dado el apoyo que concitaban, eran los principales interesados en que la oposición se uniera detrás de una opción electoral, no una de acción directa.

Al mismo tiempo, y para relativizar las críticas que recibe por esa inconsecuencia, el chavismo se ha dedicado a denunciar que la democracia electoral está en crisis en toda América Latina, y que sus adversarios regionales tendrían peores credenciales de legitimidad que ellos mismos; tomando la presidencia de Temer en Brasil como el contraejemplo supuestamente más escandaloso.

Por cierto que la región ha sido conmovida por reiteradas crisis presidenciales, varias de las cuales se cerraron con el enjuiciamiento y la eventual expulsión de sus jefes de gobierno. Pero que esas crisis hayan afectado a partidos de distinto signo político y hayan podido hasta aquí procesarse con las reglas de juego establecidas, incluida la convocatoria a nuevas elecciones presidenciales abiertas y competitivas, habla no del debilitamiento sino de la solidez de las instituciones republicanas en la región.

Venezuela está lejos de poder mostrar señales tan alentadoras. Sin embargo, dado que es indudable que su régimen resiste, a pesar de varios años de crisis galopante de su economía, ¿eso no nos habla de la eficacia del sistema cada vez más monopólico que ha ido montando?

En efecto, no hay que subestimar la capacidad de adaptación y la resiliencia del poder chavista. Y tampoco la eficacia de sus dirigentes, más allá de lo elemental del discurso de Maduro y la brutalidad de los militares que lo acompañan. Si algo ha quedado claro en los últimos tiempos es que ni la crisis económica ni la posibilidad de presentarse a elecciones por sí solas van a conducir al régimen a su crisis: es cierto que cada vez los venezolanos están peor, pero también lo es que cada vez dependen más para subsistir de los recursos que reparte el Estado, y gracias al éxodo masivo son menos los que se resisten a ese destino; y aunque el oficialismo ya no logre formar una mayoría (dando por buenos los datos difundidos por el órgano electoral sobre la última votación, ellos indican que apenas poco más del 33% de los votantes respaldó a Maduro), se da maña para que sus enemigos tampoco lo hagan. Y así puede seguir por muchos años más.

publicado en www.tn.com.ar, 21/5/2018

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