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Hay que superar la maldición del bimonetarismo

Juan J. Llach

La policía brasileña halló más de 51 millones de reales, unos 16,35 millones de dólares. en un supuesto búnker de un exministro de Temer», informaba el diario digital El Mundo, el 6 de septiembre de 2017. Surge, inevitable, la certera imagen de José López arrojando bolsos millonarios en dólares y euros en un convento. En Brasil hasta el fruto de la corrupción está en moneda local, algo impensable en la Argentina. No hay forma más elocuente de intuir qué es una economía bimonetaria. Aunque no lo sepa la mayoría de los argentinos ni buena parte de la dirigencia, sin superar el bimonetarismo será dificilísimo dejar atrás las crisis crónicas y el largo retraso de nuestro país.

Cumplimos a la perfección los cinco rasgos de este mal. Uno es el uso del dólar como unidad de cuenta patrimonial, para el ahorro y las grandes transacciones; el peso solo se usa para lo cotidiano, el pago de salarios e impuestos y el gasto público. Segundo, el mercado financiero en pesos es ínfimo: menos de un quinto del de Chile y menos de un cuarto del de Brasil, en porcentaje del PBI. Esto limita el crédito en pesos, y gobiernos y privados se endeudan en moneda extranjera, acentuando nuestra inestabilidad. Tercero, nuestras devaluaciones se trasladan a los precios mucho más rápido que en otros países. Perú y Uruguay son parcialmente bimonetarios, pero entre 2013 y 2016 devaluaron sus monedas 25,2% y 47,3%, y sus inflaciones aumentaron solo 0,8 y 1 punto porcentual anual, respectivamente, algo impensable aquí. Cuarto, las curvas de oferta y demanda de divisas se invierten con frecuencia y, por ejemplo, se demandan más dólares cuando sube su precio. Quinto y último, la Argentina exporta alimentos, pero todavía no encontró otro camino que reprimir las ventas externas para amortiguar las tensiones entre ellas y los salarios. Sí lo ha logrado, por ejemplo, Uruguay.

Las dos causas inmediatas de esta patología son una inflación crónica de 75 años y repetidas rupturas de contratos dictadas por el Estado, incluyendo defaults de la deuda pública, expropiaciones y pesificaciones de depósitos y cepos cambiarios. La inflación es crónica porque los argentinos «logramos» derrotar a cuanto plan de estabilización se nos interpuso, aun a los diez más integrales, ya fueran ortodoxos o heterodoxos, con gobiernos militares o democráticos, peronistas, radicales o de un tercer partido. Subyace a ambas causas el déficit fiscal, también crónico y enraizado en el gastar y consumir todo lo posible, sobre todo en divisas. Tal es la esencia del populismo económico, tan frecuente en nuestro país: maximizar el consumo presente hipotecando el futuro. Su maridaje con la economía bimonetaria está en la raíz de la profundidad de nuestras crisis económicas. Si, en cambio, ellas hubieran sido más normales -como las de Brasil, Chile, Nueva Zelanda y Uruguay- nuestro ingreso por habitante sería hoy solo un 15% inferior al promedio de España e Italia, y no la mitad, como es en la realidad.

No hay manual completo para salir de este atolladero. Quien lo redacte será muy popular en la Argentina, y también serio candidato al Premio Nobel de Economía. No es que se parta de cero. Sabemos bastante sobre lo que no hay que hacer y algo de lo que sí hay que hacer. Pero no hay una «bala de plata» que solucione fácilmente el problema. En lo fiscal es crítico aumentar la productividad del gasto, reduciendo el peso muerto del Estado sobre la sociedad y la economía, y hacerlo con un criterio de productividad inclusiva, no excluyente. Hasta lograr la solvencia fiscal, el gasto público debe crecer menos que el producto bruto interno (PBI). Por ejemplo, creciendo el PBI al 4% anual y el gasto al 1%, en cinco años su peso se reduciría en unos 5 puntos del PBI, llevándolo al nivel de los países emergentes (32,3%) y dando lugar así a la rebaja de los gravámenes a las exportaciones y la inversión. También hay que reducir la evasión, sobre todo en el IVA y en ganancias de las personas; eliminar los impuestos distorsivos, que suman ¡12% del PBI!, dos veces los de Brasil y más de 10 veces los de Chile, Uruguay y casi todos los emergentes; llegar a un déficit cercano a 0 y, por cierto, cumplir con los servicios de la deuda pública y otros compromisos externos e internos. Un programa así, similar al que está en curso, reduciría el riesgo país a entre 300 y 400 puntos, permitiendo la esencial refinanciación de los vencimientos de capital más cercanos.

Obviamente, hay que persistir en un plan de estabilización. La política en curso se fortalecería con renovados acuerdos sociales y políticos que permitieran aprobar en el Congreso las leyes necesarias -como ocurrió en 2017- y ayudaran también a combatir ese enemigo feroz que son las expectativas de inflación. En materia cambiaria, el fuerte ajuste de 2018 hizo resurgir voces que proponen la dolarización o un tipo de cambio fijo. Pese a mi participación en el plan de convertibilidad, creo ahora que sería un error. Las experiencias de la Argentina y otros países muestran que hay riesgos relevantes de finalizar con una crisis seria. Ciertamente, ella se suavizaría si el cambio fijo se acompañara con una gran disciplina fiscal, cuya carencia fue crucial en la violencia de la crisis de la convertibilidad. Pero ocurre que, al bajar la inflación, la estabilidad cambiaria parece «eterna» y se afloja la política fiscal. Además de su menor explosividad, la flotación cambiaria facilita cambios en los precios relativos, tantas veces necesarios. Por ejemplo, si bajan los precios de las exportaciones la caída de la economía es mayor con cambio fijo que con flotación. En otro orden, es muy dudoso que en un país bimonetario sea bueno el movimiento irrestricto de capitales de corto plazo. Sí es importante seguir profundizando el desarrollo del mercado financiero en pesos, indexados y no indexados.

¿Qué dicen al respecto las dos principales fuerzas opositoras, a saber, el Frente de Todos y Consenso Federal 2030? Ambas coinciden en que hay que atacar la inflación reactivando primero el consumo. Si fuera tan fácil, hace años que la inflación habría pasado a la historia. También les resta credibilidad el no insinuar siquiera un dejo de autocrítica. Ambos miembros de la fórmula presidencial del Frente de Todos y el candidato a presidente de Consenso Federal fueron protagonistas del gobierno nacional durante la mejor oportunidad de la Argentina en un siglo (2002-2015), que se aprovechó escasamente. Baste recordar que la inflación había caído al 4,4% anual en 2004, pero subió a partir de 2005, desperdiciando así la mejor oportunidad que tuvo el país de lograr una sólida estabilidad de precios. El verdadero desafío es armonizar las políticas de estabilización y solvencia fiscal con el crecimiento. La política económica en curso es coherente con los criterios más aceptados sobre estabilización y erradicación del bimonetarismo. Pero, dado que el manual es incompleto, tal condición necesaria no alcanza. La economía ha empezado a recuperarse, pero lentamente. Por eso es necesario fortalecer las políticas vigentes de desarrollo sostenible que buscan, correctamente, el liderazgo de la inversión y las exportaciones y un crecimiento del consumo algo menor, hasta que aquellas logren los niveles adecuados.

Se trata, pues, de armonizar la estabilización y la erradicación del bimonetarismo con el desarrollo sostenible, una tarea intrínsecamente difícil -no imposible-, pero ciertamente lejana del facilismo que transmiten las principales fuerzas opositoras. El premio a alcanzar es grande, porque terminar con el bimonetarismo y la inflación crónica haría posible el desarrollo inclusivo, con mucha menor pobreza y mayor equidad.

publicado en La Nación, 31/7/2019

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